“Lamento, lamento y más lamento”. Este parece ser otro de los emblemas inevitables y prescriptivos para nuestra vida. Nos lamentamos por lo que hemos hecho o dejado de hacer. Nos lamentamos por el tiempo malgastado. Nos lamentamos por los pesares del ayer. Nos lamentamos por las rupturas emocionales del pasado. Nos lamentamos por las pérdidas del ayer. Nos lamentamos porque no somos tan exitosos como lo éramos. Nos lamentamos por los desafíos del hoy. Nos lamentamos por los pecados del pasado y por las oportunidades que hemos dejado ir. Nos lamentamos por decisiones equivocadas y por relaciones tormentosas. Nos lamentamos por lo que pudo haber sido cuando nunca lo fue. En fin, nos lamentamos y lamentamos.
La Biblia tiene todo un libro llamado “Lamentaciones”. Allí se encuentran los lamentos del pueblo de Israel y de algunos profetas. Se nos muestra lo frágil de la condición humana, el desespero emocional de todo un pueblo y el lamento elevado ante Dios. Este libro nos recuerda que “lamentarse” es normal porque nuestro pecado nos lleva a tomar decisiones erróneas de las cuales tenemos que arrepentirnos y ser restaurados.
Sin embargo, cuando te enfocas solo en el dolor momentáneo se te suelen olvidar las bendiciones que Dios te da día tras día. El antídoto del lamento es la alabanza a Dios. La Biblia dice en Lamentaciones 3:23, 24, “Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad! Por lo tanto, digo: El Señor es todo lo que tengo. En Él esperaré”, (NVI).