En los recuerdos de mi infancia se encuentra la foto mental de un disfraz de pirata que usé para una obra de teatro un 31 de Octubre. En esa obra cómica de niños, mi función era salvaguardar a los tripulantes del barco mientras buscaba el tesoro escondido y arrestaba al capitán de la embarcación. Recuerdo que tenía un parche en un ojo, una espada de mentiras y unas cadenas imponentes con las que estaba arrestando a los oficiales de la embarcación.
Después de reírnos como nunca, la obra se terminó y por algún tiempo mis compañeros me decían, “el pirata Aguirre”. Aunque pasó en segundo grado de primaria, recuerdo que ese fue uno de los pocos disfraces que tuve en mi infancia. Sin embargo, hay disfraces que me he puesto para disimular algo que no siento o que no quiero que otros sepan por algunos momentos. El disfraz de estar bien cuando no lo estás. El disfraz de estar feliz cuando estas aburrido. El disfraz de la salud cuando estás enfermo. El disfraz de la sonrisa cuando por dentro gime tu alma.
¿Te has puesto algunos de estos disfraces? Todos lo hemos hecho y es más, los usamos a diario. Pero con Dios no necesitas usar ningún disfraz. No tienes que cuidarte del qué dirán. Puedes venir a Él como estés, donde estés y en la condición en que te encuentres. Él te recibe como eres y conoce lo más profundo de tu corazón. Entonces, ¿te quitarás el disfraz delante de Él? La Biblia dice en Juan 6:37, “Todos los que el Padre me da, vendrán a mí; y al que a mí viene, no le rechazo”, (NIV).