Una día me levanté con esta frase en mente y la escribí en pedazo de papel antes de olvidarla, “La perfección más grande a la que un alma aspira la alcanza cuando más depende de la gracia divina”. Nuestra alma es donde albergamos nuestros sentimientos, emociones y voluntad. Dios mismo nos ha hecho sensibles para poder sentir Su amparo y fortaleza en los momentos de desesperación. Nos ha dotado de emociones para animar, ayudar y ser de bendición a otros. Nos ha dado una voluntad para discernir Su voz y seguirle.
Cuando hablo de perfección, al igual que en las epístolas del apóstol Pablo, me refiero a la madurez. Entonces, creo que la madurez en su máxima expresión la experimentamos al depender completamente de la gracia de Dios. Pero, ¿cómo podemos hacerlo? En primer lugar, reconociendo que no podemos depender de nuestra propia opinión ni de nuestra propia prudencia. De ser así, cometeríamos muchos errores. En segundo lugar, no podemos depender totalmente de otros porque usualmente llegarán a decepcionarnos. Tampoco podemos depender de los recursos porque estos pueden llegar a agotarse. En tercer lugar, debemos reconocer que somos seres finitos y no tenemos control de muchas cosas aunque quisiéramos tenerlo.
Finalmente, debemos depender de la gracia divina, del favor inmerecido y de la provisión diaria de parte de Dios. Solo así seremos plenos, seguros y por su puesto alcanzaremos la “madurez” espiritual. La Biblia dice en el Salmo 54:4, “Pero Dios es mi socorro; el Señor es quien me sostiene”, (NVI).