En el verano del 2002, tuve la oportunidad de asistir a la famosa carrera de las 500 millas de Indianapolis. Como Colombiano, sentí el orgullo de ver mi bandera entre sus ganadores con la foto de Juan Pablo Montoya quien había ganado la carrera recientemente.
Al observar el arranque de los carros de carreras, sus sonidos impetuosos y sus grandes hazañas para adelantarse uno al otro, me di cuenta de un principio fundamental, “Más que una carrera este evento era una jornada”. No se trataba solo de arrancar con las velocidades más altas y al frente de todos, se trataba de permanecer en la carrera. De todos los autos que iniciaron en la carrera, alrededor de un cuarto de ellos, no pudo culminar. Algunos se estrellaron, otros tuvieron fallas mecánicas, unos recibieron golpes inesperados sin poder llegar a la meta.
De la misma manera lo es en nuestra vida. No se trata de una carrera de velocidad sino de permanencia. Se debe aprender y disfrutar de la jornada antes para llegar a la meta. Las vueltas pueden ser muchas, los obstáculos pueden ser innumerables y las fallas incontables. Pero, lo importante es llegar a la meta. La pregunta es, ¿cómo estás corriendo la carrera de tu vida? La Biblia dice, “hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13-14, RV1960)